viernes, 29 de agosto de 2014

Te coges un codo...

Tostándome al sol en la playa, hoy he sido partícipe involuntario de una revelación apocalíptica; no sé si fruto de mi persistente curiosidad o de mi olvido, más persistente aún, de ponerme protector solar. El caso es que estoy alucinando: he descubierto que los niños y niñas de hoy en día no dicen "Tengo hambre", sino "Quiero [...]". En los tres puntitos se puede poner cualquier tipo de infundio alimenticio con marca, sobre todo si lo anuncia la tele, pero no un bocadillo de manteca, de chorizo o de mortadela con aceitunas, como anunciaban a voz en grito las madres de antes, interrumpiendo aquellos  juegos en la calle, que hoy han sido sustituidos por máquinas.

Sin embargo, mi alucine no es por eso, que ya no me sorprende en absoluto: la tele lleva años engañando bobos con esos "magníficos" productos. Recuerdo con especial perplejidad el anuncio de los Kinder Bueno, en el que un niño rubio y de ojos azules, no de los normales, sino de esos que se fabrican sólo en Alemania y territorios aledaños, sostenía la cajita roja y blanca de las chocogalletinas mientras una voz en off decía: "La merienda que alimenta." ¡Merienda! ¡Una barrita crujiente que no tenía ni dos mordiscos! (Mi amigo Carlos se la metía en la boca de una vez y mientras masticaba a lo bestia le gustaba gritar: "¡Fio fia he mefendao!", bañándonos a todos con una lluvia de migajas de galleta cubiertas de crema de avellana y salivajos) Ese concepto minimalista de lo que es una merienda me parece, sin ánimo de ofender, un sinvergoncerío: si los anunciantes de Kinder Bueno tuvieran que esponsorizar los bocadillos que nos hacían nuestras madres con el pan y la charcutería que comprábamos, pongamos por caso, "ancá Paca", "ancá Pepe er Feo" o "ancá Manolito la Camiona" (a veces fiados: "Dame una viena y un cuarto y mitad de cantimpalo, que después mi madre te lo paga..."), seguro que optarían por una fórmula similar a: "Bocata del Bueno, la merienda para seis días."

No, lo que de verdad me dejó patidifuso fue la sensación de no saber si estaba en la playa rodeado de mamás o en una convención nutricionista rodeado de doctoras en química. Una le decía a las demás: "Yo al mío le doy este yogurt dos horas después del almuerzo porque tiene alcalinos bífidus que ayudan al tránsito de las omináceas activas, que si no se estancan y provocan carencias de melanina B." Vamos, que el chiquillo no cagaba bien. A lo que otra contestaba: "Pues la mía necesita que le regule los hidratos de carbono y la quinina C, así que le doy unos comprimidos diluidos en el zumo de albérchigo, que además aumentan el bario y el estroncio, no sea que le entre el tiroides y de mayor no crezca." Y así, cuanto más escuchaba, más convencido estaba de que en vez de alimentar a sus retoños lo que estaban haciendo era prepararlos para disecarlos. ¡Con razón los niños y las niñas ya no dicen que tienen hambre! Si sólo con insinuarlo los atiborran con productos biónicos, que tienen que ser hasta radiactivos...

Cuando yo era pequeño no es que se pasara más hambre, es que te apetecía comer; te daban comida que no había que leer (a nadie se le ocurría ponerle prospecto a un papelón de chorizo, por mencionar un ejemplo) y que estaba buena, porque sabía a lo que era: un melón sabía a melón, un potaje sabía a potaje y un cropán sabía a poco porque uno siempre quería más. Había hasta distintos tipos de apetencia; eso sí, todos ellos sancionados siempre por una de aquellas maravillosas frases que sólo las madres sabían usar para cortarte el punto en seco y encorajinarte sin piedad.

Por un lado, estaba el hambre engañosa o lo que viene a ser tener el ojo más grande que la tripa: te pedías más de lo que tu cuerpo podía comer y en consecuencia dejabas en el plato el sobrante. A tu "Ya no quiero más" invariablemente le sucedía el "Te lo vas a comer entero porque la última cucharada —o bocado, dependiendo del caso— es la que alimenta". Ante tan probado hecho científico solo te dejaban dos opciones, a cual más humillante: o te lo comías todo y "te alimentabas" o el sobrante se convertiría automáticamente en tu próxima merienda, cena o lo que tocase; a mí, que soy de poco comer, la frasecita y su puesta en práctica me tocaban las narices.

También podía darse el caso de padecer el "ansia viva de comer", un estado que debería aparecer en los libros de medicina. Yo sigo padeciéndolo hoy en día y mi esposa también, así que supongo que habrá mucho más afectados y afectadas de lo que parece. Todo comienza con un hambre atroz, pero no de cualquier cosa... Lo que uno quiere es comerse algo muy bueno, delicioso a ser posible: el problema es que no se sabe qué se quiere comer. Esto para las madres o las abuelas era (y es) desesperante. El otro día me refería mi mujer cómo en estos casos su abuela se mostraba paciente y solícita: "¿Qué te hago, hija? ¿Quieres esto? ¿Y aquello? ¿Y lo de más allá?" Todo para recibir siempre la misma respuesta: "No, abuela, eso no. Ni aquello. Ni lo de más allá." La mujer no se daba por vencida: "Entonces, ¿qué quieres, bonita?" "No sé, abuela, pero tengo hambre." Al final la paciencia llegaba a su fin y María, la abuela de mi esposa, sacaba de su arsenal de madre la frase-antídoto que ponía fin al ansia viva hasta el próximo rebrote: "Pues el hambre que espera altura, no es hambre ninguna." Y con esto no te comías ni lo delicioso que se antojaba y no sabías qué era, ni nada de nada. A las pocas horas un trozo de pan te sabía a ambrosía.

He dejado para el final la madre de todas las frases encorajineras por su contenido altamente gore. Cuando a uno le atacaba el hambre rabiosa, esa que hace que hasta te duela la barriga, pero a deshora, recurría a una táctica totalmente inútil pero muy fácil de poner en práctica: insistía en repetir la frase "Tengo hambre" unas doscientas veces. El objetivo era comerle la moral a tu madre para que te diera de comer a ti (sin importar que no fuera la hora). El niño es el único animal que tropieza diez mil veces con la misma piedra y no escarmienta, así que el resultado era que se sacaba de quicio a tu madre y se la obligaba a revelar el monstruo que todos llevamos dentro. Así, sin más, se convertía en un Rick con faldas—adelantándose unos cuantos años al personaje de The Walking Dead— y te espetaba a grito pelado:


"¿Tienes hambre? ¡Pues te coges un codo y te roes la carne!"



¡La merienda que alimenta!

Chorizo con prospecto
Rick en The Walking Dead


viernes, 22 de agosto de 2014

Hoy no estoy muy católico.

La frase de hoy es de esas que siempre me ha parecido especialmente enojosa. Lo peor de todo es que llevo oyéndola toda la vida; incluso hoy es parte de mi cotidianidad. ¿Hay algo tan frustrante como pedirle cualquier cosa a alguien –léase amigos, padres, familiares— y que te conteste con un "No" de esos desganados, como para que no te enfades y montes una escenita o algo así, rematándolo con: ”Es que hoy no estoy muy católico (o católica)"? ¿Se puede encubrir de manera más sutil (o rastrera) el hecho de que no te da la gana de hacer algo? Se me vienen a la cabeza veinte mil situaciones —a cual más indignante— en las que he oído usar esta expresión de marras, aunque la primera que recuerdo, no obstante, tiene un punto de nostalgia, ya que me la dijo mi madre hace muuuuchos veranos: "Cariño, hoy no te llevamos a la feria, que no estás muy católico." Yo, que por aquel entonces no había hecho ni la Primera Comunión, me pasé varios días con fiebre sólo de pensar que a lo mejor me estaba convirtiendo en testigo de Jehová, en mormón o hasta en moro, que en eso se transformaban los niños y niñas que no estaban bautizados (aunque molaba un poco pensar que de mayores acababan todos metiéndose en la tele). Tanto es así que un par de años más tarde, la víspera de la Comunión, recé como un loco para estar lo suficientemente católico al día siguiente; no demasiado... lo justo para no quedarme sin tarta.

De más mayor eran los demás los que no estaban católicos o católicas. Especialmente dolorosa fue la vez en que queriendo invitar a un helado a una compañera de clase que me traía de cabeza me contestó: "¿Esta tarde? No puedo, es que no estoy muy católica.". Lo doloroso fue descubrir que unas horas más tarde había recuperado la fe y la compartía  con un tiparraco de la otra clase (los tíos de la otra clase siempre eran de lo peor).

Me llevé años pensando que cada vez que alguien pronunciaba la dichosa frase de marras ya no había nada que hacer: o se estaba católico o había que olvidarse de hacer planes. Sin embargo, un día todo cambió: alguien me mostró el antídoto, la contrafrase. Hoy  recuerdo aquella revelación como si acabase de ocurrir hace unos instantes...

Y ahí estaba yo, en aquel entrañable aula de segundo de B.U.P., partiéndome de risa con las imitaciones de mi amigo Fernando, que captaba cada detalle de las voces, los gestos y las expresiones de los profesores y profesoras que compartían con nosotros aquellos maravillosos años. No había quien se le resistiera, pero, como todo artista, tenía sus números especiales que siempre desataban las carcajadas de su audiencia y que eran demandados una y otra vez: las imitaciones del profesor de Geografía (también llamado "El Pirata") y la profesora de Latín. Fernando era capaz de imitar su forma de andar, sus muecas y su tono de voz, lo cual no era fácil, pues era una castellana de pura cepa, con una apariencia regia, pero fría como el hielo y que con sólo decir una palabra hacía que se te cortara la respiración (años después pude comprobar que todo era una pose y que, además de una bellísima persona, era también muy agradable y cercana). Aquella mañana quiso el horario que tocara Latín justo cuando Fernando terminaba su actuación.

Como casi siempre, la profesora llegó puntualmente, impecablemente peinada y marcada, con la manicura rojo sangre recién hecha y perfumada como ninguna, dejando constancia de su presencia. Con ella allí, no había día en que no bajara unos grados la temperatura de la clase. Tocaba corregir unas frases, y, como era habitual, la profesora eligió al azar. Se dirigió a una compañera y le preguntó con esa sonrisa que tienen algunas personas que hace que te acuerdes del póster de la película "Tiburón" sin saber por qué, pero que te acuerdas: "Señorita, ¿quiere usted salir al encerado?" (Ella no solía decir "pizarra".) Nadie, y quiero decir NADIE, se atrevía a contestar a esa puñalada trapera de pregunta: el procedimiento era salir directamente a la pizarra (nosotros no decíamos "encerado") y que fuese lo que Dios quisiera. Pero aquel día (glorioso), la incauta compañera que había sido honrada con la pregunta criminal osó contestar. Nada más hacer el gesto con la boca para hablar, todos aguantamos la respiración y la contuvimos hasta que formuló aquellas malditas palabras, una a una: "No, es que hoy no estoy muy católica." ¡La maldita frase sin réplica! ¿Cómo no se nos había ocurrido? Durante unos instantes, décimas de segundo, saboreamos las mieles del éxito: se acabaron para siempre el encerado, la pizarra y el tiburón... Y, de pronto, vimos, así, en cámara lenta, cómo erupcionaba el Vesubio ante nuestras narices, en latín y hasta en griego. Lanzando repetidamente el índice contra el encerado —había vuelto de entre los muertos—, con tal fuerza que iba impregnando la madera verde del rojo de la manicura, la profesora, con voz atronadora, marcó sílaba a sílaba la indiscutible réplica a la frase de marras:

"¡¡A mis clases se viene ca-tó-li-ca, a-pos-tó-li-ca y ro-ma-na!!"



Curiosidad - Dos que tampoco estaban muy católicos:

Calvino
Lutero

El cartel de "Tiburón", por si alguien no lo recuerda:






domingo, 17 de agosto de 2014

¡Métete en agua!

Hace muchos años, cuando aún era un chaval imberbe y mi mundo se componía de una familia maravillosa y unos amigos para siempre que duraron hasta que el tiempo los sustituyó por otros, gran parte de mi vida consistía en aquel aparato de televisión Phillips Botón Verde en Color, sin mando a distancia y con dos canales nacionales —la "Primera Cadena" y la "Segunda Cadena"—, además de las interferencias de otro marroquí, al que bautizamos "Los Moros" (me reservo mencionar los calificativos que le proferíamos a ese canal de marras cada vez que queríamos ver un programa y de pronto nos encontrábamos, llenos de pánico e indignación, viendo cómo "se metían 'Los Moros'": se solapaban las imágenes de ambos canales, pero el dominante eran los versos del Corán o los bailes regionales y otras lindezas marroquíes; mi madre se quejaba de que no se entendían ni las letras, que eran como garabatos, pero con estilo).

Recuerdo que por aquel entonces comenzaron a emitir una serie que se ha hecho mítica con el tiempo y que a mí me enganchó desde el primer episodio: "Aquellos Maravillosos Años" (en inglés "The Wonder Years"). Comenzaba con la grandiosa voz de Joe Cocker entonando  casi a capella los primeros versos de "With A Little Help From My Friends" (nunca fueron los Beatles versionados de manera tan prodigiosa), que daba paso al episodio correspondiente: una voz en off —que era la del personaje principal ya de adulto y al que nunca llegamos a ver— introducía la historia, que narraba sus peripecias durante su infancia en los Estados Unidos de los años sesenta. “Cuéntame Cómo Pasó” es la versión española, y Carlitos Alcántara (de niño) un clon del protagonista norteamericano (si no recuerdo mal, se llamaba Kevin Arnold).

Lo que hoy ya no me parece tan maravilloso, aunque sea “ley de vida”, es que por aquel entonces yo me identificaba con las vivencias de Kevin: sabía lo que sentía, por qué hacía lo que hacía, compartía su visión del mundo adulto y su rebeldía ante la ducha de agua fría que se te venía encima al pasar de la infancia a la adolescencia. Hoy, sin embargo, al que presto atención es al Carlitos adulto, al de la voz en off de “Cuéntame”.

Yo también me he hecho adulto de pronto y sigo manteniendo vivos infinidad de recuerdos y vivencias que parecen que ocurrieron ayer y se me olvida que son de... Bueno, de anteayer, como poco.

Hoy mismo, mi maravillosa esposa, un poco más joven que yo, aunque muchísimo más inteligente y hermosa, me hizo sentir ese deja vu, ese regreso al pasado por unos instantes, al soltarme una de esas frases que usaban mis mayores y que tantísima rabia me daban cuando me las decían siendo yo niño. Me refiero a aquellas maravillosas frases que zanjaban rabietas o caprichos, que te mandaban a la mierda con todo el cariño del mundo y que (al menos yo) juramos no decirle nunca a nuestros hijos e hijas. Si naciste en mi época (o en un pueblo) sabrás a qué me refiero.

Y lo que son las cosas, hoy estoy aquí para recordarlas, sin ánimo de recopilarlas o ir más allá de pasar un buen rato rescatándolas poco a poco de mi memoria. Mi intención, no sé si realista o fruto de un momento nostálgico, es traerlas aquí cada cierto tiempo y comentarlas y dejar que quien se pase por aquí disfrute también de ese ligero viaje al pasado o las descubra en su presente.

Si después de toda esta parrafada, querido lector o lectora, sientes que estás un poco aburrido o aburrida, déjame decirte lo que me dijo mi esposa, y con ello verás si acudirás a nuestra próxima cita: