Tostándome al sol en la playa, hoy he sido partícipe involuntario de una revelación apocalíptica; no sé si fruto de mi persistente curiosidad o de mi olvido, más persistente aún, de ponerme protector solar. El caso es que estoy alucinando: he descubierto que los niños y niñas de hoy en día no dicen "Tengo hambre", sino "Quiero [...]". En los tres puntitos se puede poner cualquier tipo de infundio alimenticio con marca, sobre todo si lo anuncia la tele, pero no un bocadillo de manteca, de chorizo o de mortadela con aceitunas, como anunciaban a voz en grito las madres de antes, interrumpiendo aquellos juegos en la calle, que hoy han sido sustituidos por máquinas.
Sin embargo, mi alucine no es por eso, que ya no me sorprende en absoluto: la tele lleva años engañando bobos con esos "magníficos" productos. Recuerdo con especial perplejidad el anuncio de los Kinder Bueno, en el que un niño rubio y de ojos azules, no de los normales, sino de esos que se fabrican sólo en Alemania y territorios aledaños, sostenía la cajita roja y blanca de las chocogalletinas mientras una voz en off decía: "La merienda que alimenta." ¡Merienda! ¡Una barrita crujiente que no tenía ni dos mordiscos! (Mi amigo Carlos se la metía en la boca de una vez y mientras masticaba a lo bestia le gustaba gritar: "¡Fio fia he mefendao!", bañándonos a todos con una lluvia de migajas de galleta cubiertas de crema de avellana y salivajos) Ese concepto minimalista de lo que es una merienda me parece, sin ánimo de ofender, un sinvergoncerío: si los anunciantes de Kinder Bueno tuvieran que esponsorizar los bocadillos que nos hacían nuestras madres con el pan y la charcutería que comprábamos, pongamos por caso, "ancá Paca", "ancá Pepe er Feo" o "ancá Manolito la Camiona" (a veces fiados: "Dame una viena y un cuarto y mitad de cantimpalo, que después mi madre te lo paga..."), seguro que optarían por una fórmula similar a: "Bocata del Bueno, la merienda para seis días."
No, lo que de verdad me dejó patidifuso fue la sensación de no saber si estaba en la playa rodeado de mamás o en una convención nutricionista rodeado de doctoras en química. Una le decía a las demás: "Yo al mío le doy este yogurt dos horas después del almuerzo porque tiene alcalinos bífidus que ayudan al tránsito de las omináceas activas, que si no se estancan y provocan carencias de melanina B." Vamos, que el chiquillo no cagaba bien. A lo que otra contestaba: "Pues la mía necesita que le regule los hidratos de carbono y la quinina C, así que le doy unos comprimidos diluidos en el zumo de albérchigo, que además aumentan el bario y el estroncio, no sea que le entre el tiroides y de mayor no crezca." Y así, cuanto más escuchaba, más convencido estaba de que en vez de alimentar a sus retoños lo que estaban haciendo era prepararlos para disecarlos. ¡Con razón los niños y las niñas ya no dicen que tienen hambre! Si sólo con insinuarlo los atiborran con productos biónicos, que tienen que ser hasta radiactivos...
Cuando yo era pequeño no es que se pasara más hambre, es que te apetecía comer; te daban comida que no había que leer (a nadie se le ocurría ponerle prospecto a un papelón de chorizo, por mencionar un ejemplo) y que estaba buena, porque sabía a lo que era: un melón sabía a melón, un potaje sabía a potaje y un cropán sabía a poco porque uno siempre quería más. Había hasta distintos tipos de apetencia; eso sí, todos ellos sancionados siempre por una de aquellas maravillosas frases que sólo las madres sabían usar para cortarte el punto en seco y encorajinarte sin piedad.
Por un lado, estaba el hambre engañosa o lo que viene a ser tener el ojo más grande que la tripa: te pedías más de lo que tu cuerpo podía comer y en consecuencia dejabas en el plato el sobrante. A tu "Ya no quiero más" invariablemente le sucedía el "Te lo vas a comer entero porque la última cucharada —o bocado, dependiendo del caso— es la que alimenta". Ante tan probado hecho científico solo te dejaban dos opciones, a cual más humillante: o te lo comías todo y "te alimentabas" o el sobrante se convertiría automáticamente en tu próxima merienda, cena o lo que tocase; a mí, que soy de poco comer, la frasecita y su puesta en práctica me tocaban las narices.
También podía darse el caso de padecer el "ansia viva de comer", un estado que debería aparecer en los libros de medicina. Yo sigo padeciéndolo hoy en día y mi esposa también, así que supongo que habrá mucho más afectados y afectadas de lo que parece. Todo comienza con un hambre atroz, pero no de cualquier cosa... Lo que uno quiere es comerse algo muy bueno, delicioso a ser posible: el problema es que no se sabe qué se quiere comer. Esto para las madres o las abuelas era (y es) desesperante. El otro día me refería mi mujer cómo en estos casos su abuela se mostraba paciente y solícita: "¿Qué te hago, hija? ¿Quieres esto? ¿Y aquello? ¿Y lo de más allá?" Todo para recibir siempre la misma respuesta: "No, abuela, eso no. Ni aquello. Ni lo de más allá." La mujer no se daba por vencida: "Entonces, ¿qué quieres, bonita?" "No sé, abuela, pero tengo hambre." Al final la paciencia llegaba a su fin y María, la abuela de mi esposa, sacaba de su arsenal de madre la frase-antídoto que ponía fin al ansia viva hasta el próximo rebrote: "Pues el hambre que espera altura, no es hambre ninguna." Y con esto no te comías ni lo delicioso que se antojaba y no sabías qué era, ni nada de nada. A las pocas horas un trozo de pan te sabía a ambrosía.
He dejado para el final la madre de todas las frases encorajineras por su contenido altamente gore. Cuando a uno le atacaba el hambre rabiosa, esa que hace que hasta te duela la barriga, pero a deshora, recurría a una táctica totalmente inútil pero muy fácil de poner en práctica: insistía en repetir la frase "Tengo hambre" unas doscientas veces. El objetivo era comerle la moral a tu madre para que te diera de comer a ti (sin importar que no fuera la hora). El niño es el único animal que tropieza diez mil veces con la misma piedra y no escarmienta, así que el resultado era que se sacaba de quicio a tu madre y se la obligaba a revelar el monstruo que todos llevamos dentro. Así, sin más, se convertía en un Rick con faldas—adelantándose unos cuantos años al personaje de The Walking Dead— y te espetaba a grito pelado:
"¿Tienes hambre? ¡Pues te coges un codo y te roes la carne!"
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¡La merienda que alimenta! |
Chorizo con prospecto |
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Rick en The Walking Dead |